Leila
enero 27, 2013 Deja un comentario
Cada vez que pienso en Leila, se me dibuja en la mente el vuelo de una falda. Un volante ondeando sobre unos pies calzados en delicados tacones que pisan con esa elegancia, esa clase, que hace que todos se vuelvan a mirarla cuando pasa. La conozco desde hace algunos años, pero cada vez que pienso en ella, vuelvo a esos pasos en la biblioteca, a esa sonrisa que le titila en las comisuras de los labios y a esa melena castaña de princesa de cuento. De reina de las hadas de incógnito en un mundo complicado.
No siempre nos hemos llevado bien. También nosotras, muy semejantes en algunas cosas, hemos tenido que aprender a conocernos. A aceptar que somos afines pero no iguales. Nos ha costado, todavía nos cuesta, a veces, aunque hemos aprendido a arañarnos sin hacernos auténtico daño, porque sabemos que podemos hacérnoslo de verdad y para eso ya está el resto del mundo.
He sido modelo suya, pero antes, y siempre, y siempre, amiga. Por ella me he envuelto en papel de periódico o en hilos de lana roja, he adoptado posturas de araña y de gato, he mordido manzanas envenenadas de tinta y hasta, ay qué pereza y qué sufrimiento, me he tendido desnuda junto a ella.
Porque no sé si lo he dicho pero Leila hace fotos.
Sé lo importante que es para ella lo que hace porque soy la primera que ha visto cómo le tiembla la sonrisa, el pulso y hasta las pestañas cuando tiene una idea encima de las cejas que no le deja pensar en otra cosa que en el encuadre y en el disparo. Sé, y lo supe de la peor manera, lo importantes que son para ella las opiniones de sus amigos, de sus seres queridos. Sé que, Titania en reino humano, cuando dejas de creer en ella se marchita y se apaga. Y no quiero que eso pase porque soy una egoísta que la hice prometer que no volvería a obligarme a pisar un hospital, que no me gusta conocer a su familia en esa clase de ambientes.
Hace un año, le hice una crítica. Una crítica de las mías, de las envenenadas, de las brutales. Esas críticas que invitan a una pelea en el barro. Pero las hadas no pelean en el barro. Me arrepentí por muchas razones como me arrepiento siempre de mis sapos y culebras cuando me sorprende con otra de las suyas y me doy cuenta de lo precioso, y frágil, que es el regalo de tenerla como amiga.
No puedo criticarla. Al menos, ya no por lo que la critiqué un año atrás. Porque, sencillamente, se ha superado. Y se sigue superando. Gracias al afecto de los suyos. Gracias a su empuje, su arranque y su valor. Ha pasado de un mundo de máscaras y muñecas a otro, al de verdad, en el que la Naturaleza y los impredecibles elementos juegan un papel más importante que los recortes y ediciones preciosistas a posteriori. Ese mundo en el que hay cuentos, hay animales, hay amor y luz y algo parecido a la felicidad que me hace sonreír desde la otra punta del mundo.
Aunque claro, nunca le digo nada.
No sé si hoy, que cumple veintiséis años, saldrá también a vender sus fotos en la calle. Si la ven, echen un vistazo. Hablen con ella. Verán si tengo razón en que es una de esas raras criaturas que hacen un poco mejor el mundo.