Leila

Cada vez que pienso en Leila, se me dibuja en la mente el vuelo de una falda. Un volante ondeando sobre unos pies calzados en delicados tacones que pisan con esa elegancia, esa clase, que hace que todos se vuelvan a mirarla cuando pasa. La conozco desde hace algunos años, pero cada vez que pienso en ella, vuelvo a esos pasos en la biblioteca, a esa sonrisa que le titila en las comisuras de los labios y a esa melena castaña de princesa de cuento. De reina de las hadas de incógnito en un mundo complicado.

No siempre nos hemos llevado bien. También nosotras, muy semejantes en algunas cosas, hemos tenido que aprender a conocernos. A aceptar que somos afines pero no iguales. Nos ha costado, todavía nos cuesta, a veces, aunque hemos aprendido a arañarnos sin hacernos auténtico daño, porque sabemos que podemos hacérnoslo de verdad y para eso ya está el resto del mundo.

He sido modelo suya, pero antes, y siempre, y siempre, amiga. Por ella me he envuelto en papel de periódico o en hilos de lana roja, he adoptado posturas de araña y de gato, he mordido manzanas envenenadas de tinta y hasta, ay qué pereza y qué sufrimiento, me he tendido desnuda junto a ella.

Porque no sé si lo he dicho pero Leila hace fotos.

Sé lo importante que es para ella lo que hace porque soy la primera que ha visto cómo le tiembla la sonrisa, el pulso y hasta las pestañas cuando tiene una idea encima de las cejas que no le deja pensar en otra cosa que en el encuadre y en el disparo. Sé, y lo supe de la peor manera, lo importantes que son para ella las opiniones de sus amigos, de sus seres queridos. Sé que, Titania en reino humano, cuando dejas de creer en ella se marchita y se apaga. Y no quiero que eso pase porque soy una egoísta que la hice prometer que no volvería a obligarme a pisar un hospital, que no me gusta conocer a su familia en esa clase de ambientes.

Hace un año, le hice una crítica. Una crítica de las mías, de las envenenadas, de las brutales. Esas críticas que invitan a una pelea en el barro. Pero las hadas no pelean en el barro. Me arrepentí por muchas razones como me arrepiento siempre de mis sapos y culebras cuando me sorprende con otra de las suyas y me doy cuenta de lo precioso, y frágil, que es el regalo de tenerla como amiga.

No puedo criticarla. Al menos, ya no por lo que la critiqué un año atrás. Porque, sencillamente, se ha superado. Y se sigue superando. Gracias al afecto de los suyos. Gracias a su empuje, su arranque y su valor. Ha pasado de un mundo de máscaras y muñecas a otro, al de verdad, en el que la Naturaleza y los impredecibles elementos juegan un papel más importante que los recortes y ediciones preciosistas a posteriori. Ese mundo en el que hay cuentos, hay animales, hay amor y luz y algo parecido a la felicidad que me hace sonreír desde la otra punta del mundo.
Aunque claro, nunca le digo nada.

No sé si hoy, que cumple veintiséis años, saldrá también a vender sus fotos en la calle. Si la ven, echen un vistazo. Hablen con ella. Verán si tengo razón en que es una de esas raras criaturas que hacen un poco mejor el mundo.

Ante todo mucha calma

Madrid. Verano 2012.

Si siguen correctamente nuestras instrucciones, les aseguramos que les dolerá lo menos posible.

Intenten relajarse.

Todo va a salir bien.

 

Centenares de solos

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Are a hundred playing you? Or Only One? (2007). Madrid, Gao Magee Gallery, mayo 2012.

Xiang Jing, o 向 京 (Beijing, 1968) da vida a mujeres calvas, maniquíes ensimismados de dedos largos que te devuelven una mirada ausente desde su reducto de fibra de vidrio que son sus cuerpos a escalas diversas.

Las esculturas que se exponen hasta junio en la Galería Gao Magee de Madrid muestran  una desnudez extraña, entre irreal y dolorosamente cierta. Una desnudez que se agarra al que las mira y que no mueve más deseo que el de arropar y consolar esos cuerpos de debilidad impenetrable, de fortaleza desvalida, esos cuerpos que parecen capaces de quebrarse con un roce de pestañas.

Verlas, pasear entre ellas, es tomar conciencia de la anatomía del cuerpo que vive en los sueños. Es quedarse en blanco ante las preguntas que formulan esas criaturas en absoluto silencio.Quieres tocarlas pero no puedes. Quieres decirte que todo va bien, pero no es así y acaban de recordártelo con un título en una cartela o con un pliegue del brazo o con un gesto de abandono. Marcharse es admitir que te ha atravesado la congoja. Y casi se puede sentir, cuando se les da la espalda, la caricia sin aspavientos de esos ojos de otro mundo.

Piel tirante

poupé

Praga, junio 2011.

Se ha olvidado por completo que el primer símbolo del teatro es la máscara. La máscara es invariable, única e insistente. Es inmodificable, ineludible, destino. Cada hombre lleva su máscara, que para los antiguos significaba su culpa.

Ivan Goll, El supradrama  (1919)

Y sin embargo

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Y Demeter miró y dijo: <<es una persona delicada, una pequeña cosita: no como mis hijas de pechos profundos que juegan en los campos de Eleusis; se le ven todas las costillas; no merece la pena que baile en mi tierra de amplios caminos>>”

Isadora Duncan, La danza del futuro (1903)

Y aun así, atreverse.

Pranayama (II)

Suspira.

Lisboa, diciembre 2011.

Puede hacer todo el aire del mundo.

Pranayama (I)

Lisboa. diciembre 2011.

Conviene tomarse las cosas con calma. Se captan mejor los sabores, los matices y las notas.

Y la semana por delante.

Perales del Río, baby

Nuestro nuevo mundo no tiene fronteras. La mejor muestra, quizá,  las franquicias de tiendas de moda, repetidas ad naúseam como en una rambla comercial eterna.

A pesar de todo, cuando recreamos la ficción de un encuentro [cuando creamos verano en enero] seguimos necesitando los símbolos, los motivos, esos nombres sugerentes: la toponimia del mito moderno. Ese mundo del que parecemos siempre desgajados. Ese mundo que hemos hecho nuestro a fuerza de imágenes, códigos y estados mentales que nos siguen sonando a lengua extraña y paraíso perdido.

Perales del Río. Por qué no.

Podría tratarse de un fallo en el sistema

Atocha-sol

cercanías Atocha-Sol, Madrid.