Desde hace muchos años, casi desde que tienes memoria, no te miras en los espejos. Te vigilas. Vigilas cómo te queda la ropa, si te aprieta más o menos la cintura de la falda, y celebras la holgura de unos pantalones como si te hubieran dado un premio a la excelencia. Has aprendido, después de un tiempo, a manejar esa sensación de hambre, a valorarla, a domarla hasta que solamente la sentías cuando era la hora de una de las cuatro frugales comidas que hacías más como una necesidad que como un disfrute. Porque nunca lo has disfrutado.
Nunca te ha gustado comer, desde niña. Nunca te han gustado tus mejillas ni tus muslos ni la forma de tu cara y siempre has pensado en la forma de cambiarlos. Sabes que nunca has estado ni mucho menos gorda. Sabes que no hay ningún problema en comerse un trozo de pastel de vez en cuando. El problema es cuando al día siguiente, o hasta dos semanas después, sigues pensando en ese trozo de pastel y dudando de si te lo tenías que haber comido o no. Y esa es la historia de tu vida. O cuando alguien, una abuela, una tía, te dice con esa sabiduría popular y esa alegría campechana que te ve más rellenita y entonces la mirada en el espejo se vuelve un alambre de espino que te rodea la figura y te hiere como un cepo. El problema no son los cumplidos de las tías abuelas. El problema es lo mucho que te afectan.
Están las tardes en que comes tres galletas y las vomitas porque te sientes terriblemente culpable. Cuando eso lo conviertes en una rutina y notas la piel de los nudillos blanda y lacerada de tus propios dientes. Cuando con los más íntimos (una pareja, una madre) no sabes hablar de otra cosa que de si habrás engordado, mucho o poco. Y eso no hay quien lo aguante.
Y resulta que paulatinamente has ido reduciendo las raciones a la mínima expresión y con la excusa de que todo te sienta mal tu cuerpo se va encogiendo y encima de los huesos hay poco más que piel y todo el mundo se da cuenta pero tú clamas a los cuatro vientos que nunca has estado mejor que ahora mismo. Porque es verdad. Te sientes de puta madre. Te sientes superior al resto porque has conseguido, piensas, lo que muchas mujeres intentan y no consiguen. Pero no eres capaz de cenar en grupo porque, aunque no lo quieras admitir, preferirías irte con Drácula antes que compartir ese postre. Al menos, piensas, Drácula no come. Y no puedes dormir. Y tu cuello y tu espalda sin masa muscular que la sostenga hacen crac y de repente no puedes llevar el peso de tu propia mochila. Y en la última clase te tienes que tomar un caramelo de regaliz (sin azúcar) porque tienes miedo de desmayarte. Y es invierno y llegas a casa, comes tu crema de calabaza caliente y tienes que descansar tapada con varias mantas y darte friegas en la contractura que parece que nunca se irá.
Un viaje, un evento o un festival que alteren lo más mínimo tu rutina de las comidas es una tortura que te tendrá días dilucidando los efectos que pueda haber tenido en tu cuerpo. Cuando te dicen que estás muy delgada llegas a enfadarte, “estoy perfectamente, estoy sana”. Pero sabes que si no tomaras anticonceptivos hormonales ya haría tiempo que se te habría retirado la regla. Y que puedes hacer yoga durante hora y media pero en aquel curso de acrobacia no fuiste capaz de subirte a las telas (nadie pudo, realmente) o de (eso ya es más grave) sostener tu propio cuerpo haciendo el pino más de dos veces. Y ahí ya te empiezas a preocupar aunque se te olvida cuando ves en el espejo el reflejo perfecto de tus costillas. Cuando te sientes ingrávida, vacía, limpia, pura. Como si flotaras. Como si te disolvieras en el aire.
Una de tus mejores amigas se asusta cuando pasas una noche acurrucada frente al radiador porque no puedes hacer frente al frío de un piso sin calefacción central aunque lleves dos jerseys. Y todo el mundo te dice lo bien que te sentarían unos kilos más y eso te aterra casi más que el que le pase algo a tu familia. Pero todo es tan perfectamente normal, está tan perfectamente integrado en tu vida que ni piensas que puedas cambiarlo, porque siempre ha estado ahí. Eso y el pegarte alguna que otra hostia contra la pared cuando ese cepo que se activa cuando te miras en los espejos te dice que te has portado mal, muy mal.
Luego empiezas a trabajar y te das cuenta de que o te mantienes en pie o van a empezar a pedir cuentas. Que ya ha pasado un tiempo desde aquellos días en que caías dormida unos minutos a las ocho de la tarde porque no habías comido más que aquella crema de calabaza a mediodía. Aunque ya habías empezado, poco a poco y con mucho apoyo de los que lo saben de tu boca (porque todos lo intuyen, aunque no lo digan) a disfrutar de la comida, te sientes culpable y mides el aliño de las ensaladas y el tamaño de las raciones con la precisión de un químico. Oscilas entre el deseo de relajarte y ese viejo sentimiento de culpa que ya reconoces tan bien como la voz de tu madre. A él y a la sensación de ser una bomba de relojería en expansión lenta, latente, constante.
Y ahora, con unos kilos más y mejor cara, parece que todo está bien. Aún te asustas cuando la gente te hace notar gozosa que has engordado por fin. Sabes que eres afortunada porque ése sea el mayor de tus problemas, pero es tuyo y aún te queda bastante camino para no tenerle miedo a la báscula, ni al espejo, ni a aquel vestido que te hiciste a medida. Que aún queda para aceptar la forma de tu cara o tu cuerpo desnudo y sano ante el espejo. Porque sabes que tu cuerpo está sano pero tu cabeza no. Que probablemente nunca lo estará. Pero al menos, ya lo admites y puedes empezar a ganarle terreno a al espejo deformante y severo que habita dentro de tus ojos.
Y te alegras un poco porque ahora, por fin, cuando ves aquellas fotos de hace un par de años y ves aquellas piernas como de pájaro y la jaula que te formaban las costillas en el pecho, no puedes evitar estremecerte.