Mucha gente me pregunta que por qué yo, pobre laoshi, no enseño inglés. Que por qué no enseño a niños. Que es fácil, que pagan bien, que dan visados. Y es verdad que aunque no seas nativo, es relativamente sencillo encontrar trabajo en alguna escuela internacional a la nada que te defiendas un poco.
Hace unos días me surgió una oportunidad de trabajo. Y voy a decir que no. Y es que soy una imbécil cabezota con ciertos principios que, mientras pueda, no voy a cambiar por más que me agiten un visado Z delante de las narices.
Lo primero de todo: no me gustan los niños. Yo soy ese ente silenci[s]oso que permanece junto a la cuna sin mover un dedo, no vaya a ser que al bulto envuelto en mantas le salgan tentáculos y se me agarre a la cara. Soy la que murmura «qué rico» o «qué mono» según toque, la que se siente ridícula haciendo cucamonas o que delante de un niño de diez años se queda completamente muda. Los niños, como el baijiu, no son para todo el mundo.
Lo segundo: bastante tengo con intentar enseñar a adultos, como para meterme en una clase de cuarenta xiaopengyous.
Vine aquí para cumplir una serie de objetivos, ideas, sueños, llámenlo como quieran. Y es muy fácil desanimarse, especialmente cuando no llegas a fin de mes, cuando se te traban todos los tonos intentando explicar la cosa más simple, cuando preferirías que te clavaran una chincheta entre uña y carne antes de arrastrar tu culo a clase por la mañana a hora punta, cuando tus alumnos no dan pie con bola. Pero durante mi vida me he contado tantas mentiras que sentir que se las cuento a otro por unos miles de yuanes me da ganas de vomitar. Y eso, vomitar, también lo he hecho demasiado.
No quiero formar parte de un sistema de profesores sin vocación que enseñan algo de lo que no tienen ni idea. No quiero seguir alimentando ese monstruo. No quiero cargar la responsabilidad de educar pequeñas esponjas cuando no sé cómo tratarlas. Y a la vez, admiro profundamente a los que tienen el coraje, las ganas y la profesionalidad de dedicarse a ello, porque es una de las cosas más difíciles del mundo. Y yo soy bastante cobarde.
Estos meses van a ser duros. Me toca seguir estudiando, seguir yendo a clase, organizar proyectos, presentarme a ese maldito examen que tanto me acojona, echar papeles y cruzar los dedos. Pero estoy donde quiero. Haciendo lo que elegí. Sin traicionarme a mí misma.
Eso es lo que me repito cada vez que pago el alquiler, más que nada, para no llorarle a la del banco.